La casa de la noche by Jo Nesbø

La casa de la noche by Jo Nesbø

autor:Jo Nesbø [Nesbø, Jo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2023-10-24T00:00:00+00:00


19

—¡Más deprisa! —grité.

—No da para más —respondió Vanessa a berridos.

Se inclinaba sobre el volante para mirar entre los dos impactos del cristal. En el asiento trasero, asomado entre Vanessa y yo, estaba Victor, pendiente de todo, callado y más pálido de lo habitual. Las pesadas nubes habían invadido el cielo antes de que nos alejáramos del vertedero de basura y amenazaban con lluvia. Mucha lluvia. Además, pronto anochecería.

Miré el reloj.

Feihta Rice había dicho que Imu ya la había atrapado. No sé qué vio en el interior de sus párpados temblorosos, pero lo que contó fue que Karen corría peligro, que la habían atrapado las palabras malvadas, que no sabía qué conjuro era pero que yo tenía que encontrar las palabras liberadoras que la salvarían y exorcizar a Imu de ella. Que urgía, que se acercaba una tormenta y que la oscuridad, esa sustancia de la que hablan los videntes, pronto nos envolvería a todos, y entonces sería demasiado tarde.

Pasamos ante un cartel que informaba de que faltaban unos doce kilómetros para llegar a Ballantyne y los faros delanteros iluminaron algo hecho de metal cromado, un teléfono, en uno de los postes de la luz.

—¡Para!

Vanessa me miró de soslayo, pero pisó el freno.

—¿Qué pasa? —gruñó Victor.

—Pronto será de noche —dije—. No vamos a llegar a tiempo. Tengo que…

Me bajé de un salto y corrí hacia el poste. Claro que pensé que era extraño que allí, en medio de la nada, muy lejos de la casa más próxima, hubiera un teléfono en un poste de la luz. Supuse que sería para gente que tuviera una avería o algún tipo de emergencia.

Busqué en vano alguna moneda en mis bolsillos. Sabía que los gemelos estaban sin blanca. Poco antes a Victor le había entrado sed y le había pedido a Vanessa que parara delante de una gasolinera y a mí que rebuscase en los bolsillos. Solo permitió que Vanessa siguiera conduciendo cuando fue evidente que ninguno tenía ni un duro.

Di una patada a la farola, iracundo, y levanté la vista hacia los cables que se extendían hacia el sureste, hacia Ballantyne, hacia Karen, hacia Speilskogen. Levanté el auricular y grité:

—¡Pues ven a por mí! Ven, troll repulsivo, cógeme a mí, no a ella.

Solo oí un largo zumbido. Observé los números de emergencia que figuraban en un cartel junto al aparato. «Grúa» era uno de ellos. Marqué el número. Tenía línea. ¡Conectaba! Una voz interrumpió el tercer timbrazo:

—Grúas Karlsen, dígame.

—Me llamo Richard Elauved —dije, y comprendí que debía esforzarme para no hablar demasiado deprisa—. Sé que no es su trabajo, pero he salido de mi casa, en Ballantyne, y me he olvidado de apagar el horno, que estaba al máximo, y con comida dentro. Se va a incendiar, si es que no lo ha hecho ya.

—¿Qué edad tienes, Richard? ¿Dónde están tus padres?

—Diecisiete —mentí—. Y mis padres están en la cabaña a la que me dirijo.

—Bien, podemos acercarnos a la dirección o llamar a la policía y…

—No, es muy urgente, es un asado de cerdo, puede que la grasa ya haya prendido, y la policía y ustedes están demasiado lejos.



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